Don Quijote al son de las alpargatas
Venezolana desde 1996. Vanessa es estudiante de Comunicación Social y…
Les voy a contar una historia. Es una historia de larga data. Y como toda historia que ha sobrevivido al paso de los años, puede tener algo de ficción como puede tener mucho de verdad. Sin más espera, ¡los invito a embarcarse en esta aventura hacia el pasado!
Nos encontramos en el año de 1595. Han transcurrido, aproximadamente, poco más de veintisiete años desde la fundación de Santiago de León de Caracas. La ciudad aún no se erige como tal. Es una pequeña villa de pocas hectáreas fácil de recorrer, al completo, en menos de veinte minutos. Su mayor defensa es una montaña de picos elevados y densa vegetación que años más adelante sería nombrada “El Ávila”. Los lugareños se sienten seguros. Viven su día a día sin mayor preocupación que la del quehacer, pero aquello no sería eterno.
A finales de mayo, navíos foráneos provenientes de Inglaterra arriban en tierras venezolanas. De ellos desciende un número de corsarios que sobrepasa lo cuantificable. Algunos dicen que trescientos; otros, cuatrocientos. La cifra supuesta alcanza los quinientos piratas y los cercanos al puerto, superados en número y apabullados, deciden dejarles el camino libre. Solo la arena, en esta ocasión, le opondría resistencia a las pisadas de pólvora.
La noticia de estos buques pronto llegaría a oídos del alcalde Garci González de Silva. Debía actuar rápido, hacerse de sus mejores hombres. Después de todo, no muchos eran los kilómetros que separaban a Santiago de León de Caracas de La Guaira, lugar en donde habían desembarcado los invasores. Muchas mujeres, hombres, ancianos y niños, aun así, quisieron resguardarse en las montañas con lo más valioso de sus pertenencias, al menos hasta que la situación y la tranquilidad regresasen a su villa. El alcalde y su grupo, mientras tanto, emprenden su marcha por la única vía que comunica ambas localidades y que es conocida, por aquella época, como el “Camino de los españoles”. Ah, ¡pero infortunio! El capitán inglés Amyas Preston ya había tomado sus previsiones. Bajo la amenaza de hacerlo recorrer los caminos del tártaro, obliga a un prisionero español a guiarlo a él y a sus huestes por una ruta secreta, distinta, capaz de evadir cualquier aguante. Nada más efectivo para su fortuna. Los ingleses y los españoles jamás llegaron a encontrarse.
Al día siguiente, un 29 de mayo de 1595, a eso de las tres de la tarde cuando la luz del sol aún saludaba amigable a las calles vacías, las zancadas enemigas comenzaron a resonar cada vez con más potencia. No había fuerza que quisiera o se atreviese a detenerlas. Y los españoles, los mejores hombres que habrían podido ejercer algún tipo de oposición, aguardaban por otro camino sin imaginarse lo indefenso que estaría, en ese momento, su hogar. Pero algo inesperado sucedió. Ante la expectante y desconcertada mirada de poco más o poco menos de quinientos adversarios, una figura delgada, alta, cubierta de pies a cabeza con una armadura gastada, gritó con fervor. Aquel caballero, ese hombre solo montado sobre un viejo caballo igual de delgado que él, armado de una única lanza oxidada, defendería a Santiago de León de Caracas de quien fuera. Para él no existía sacrificio inútil, ni combate perdido antes de siquiera iniciar. Se abalanzó sobre el enemigo y uno a uno los comenzó a derribar, hasta que una bala en su cabeza le dio fin.
Cuando los piratas se acercaron hasta el cuerpo ya sin vida del español y lo despojaron de su armadura, para hacer más grande su sorpresa y su admiración, se encontraron con un hombre cano, de barba, con la piel colmada por algunas arrugas. Claro que su piel ajada bien podía hablar de su edad, pero no de su espíritu. Don Alonso Andrea de Ledesma tenía 58 años cuando murió y, además de cofundador de la ciudad, había sido su primer alcalde y corregidor. A él, el enemigo le rindió honores por su valentía, si bien luego saquearon, destruyeron e incendiaron todo hasta sus cenizas.
Imagínense ahora algo. Imaginen que esta historia se conoció pronto por toda España y que un escritor oriundo de allá se inspiró de ella para darle vida a uno de los personajes más queridos de la literatura. Hay historiadores que así lo sostienen, como Eduardo Casanova. Él defiende la idea de que la historia de Alonso bien podría haber inspirado a Miguel de Cervantes para escribir Don Quijote de la Mancha, cuya primera parte fue publicada diez años después de la muerte de nuestro Quijote caraqueño, aunque no hay corroboraciones al respecto. Aun así, tomen en cuenta que las historias se nutren de la realidad. Es ella su materia prima. Es ella el numen de la creación. ¿Y qué tan disparato podría ser? Tal cual dicen, la literatura (el arte en general) es hija de su tiempo. Y la realidad está a la orden del día para ser contada.
¿Cuál es tu reacción?
Venezolana desde 1996. Vanessa es estudiante de Comunicación Social y se vacila El Ávila de vez en cuando. También la puedes conseguir durmiendo en cualquier rincón de Caracas. Es de las que juegan rugby, pero no toman (mucho) ron.