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La leyenda del enano de La Catedral de Caracas

La leyenda del enano de La Catedral de Caracas

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Llegó la electricidad. Muchos, con el pasar de los años, parecimos olvidarnos de lo que se esconde en las sombras. Nos olvidamos de algún que otro monstruo, de algún que otro fantasma, de algún que otro enano. Y de que hay áreas para no fumadores, sobre todo los noctámbulos. Porque hay vicios que matan (del susto). ¿Damos un paseo mientras cuento? Sígueme.

Transcurría el mes de enero en la Caracas de los techos rojos. Era de noche. Las calles de la ciudad estaban bañadas por una neblina espesa que bajaba desde la montaña. El silencio rebotaba en cada cuadra desértica. Desde hacía varias horas, los alrededores del centro caraqueño eran cohabitados apenas por las luces vaporosas de los faroles de kerosén. Porque los habitantes solían recogerse temprano, cerraban sus casas y evitaban salir luego de que el reloj marcase las diez de la noche. Varias eran las razones. Pero no todos acataban las advertencias de los más ancianos, ni todos podían eludir las consecuencias que, para aquella época, tal imprudencia implicaba.

Juan de Jesús*, un hombre joven de buen vestir, recorría con prisa la hoy llamada Plaza Bolívar. Hay quienes dicen que iba camino a conseguirse con su amante o que regresaba a su casa después de una fiesta. Lo cierto es que estaba solo. A su lado e inertes, tan solo le hacían compañía unos árboles ruidosos, cuyas ramas crujían con mayor fuerza cada vez. Volcó un poco de ron dentro de su boca, sin dejar de caminar. El frío comenzaba a entumecerle los miembros. Bebió un poco más. A diferencia de otras noches, aquella le resultaba tan gélida como insoportable. Se preguntó si el Bolívar de bronce de aquella plaza habría quedado paralizado por las iniquidades del clima o si El Libertador esculpido junto con su caballo habría quedado tan anquilosado por razones más siniestras. Sonrió: sus propios pensamientos le causaban gracia. Él no creía en fantasmas, ¡qué va! Pero sí adoraba las historias que le relataban acerca de ellos cuando era un niño. Había una bastante famosa sobre un enano que, supuestamente, frecuentaba los alrededores de la Catedral de Caracas. Según su abuelo, este diminuto ser tendría varios orígenes. Para algunos, era el espíritu del ayudante de un ex párroco, que vivió dentro del templo durante toda su vida; para otros, era el alma en pena de un hombre humillado por su estatura. Luego de una persecución, de acuerdo a esta última versión, se escondió en La Catedral: lugar del que nunca volvería a salir.

Con la bruma arropándole los pies, Juan de Jesús subía las escaleras del fin de la plaza. Los peldaños se le fundían a la vista. Los tenía que adivinar; era como caminar sobre una borrasca. Al pisar el empedrado de la calle, le recorrió un escalofrío por todo el cuerpo que le hizo levantar la mirada. Allí, justo al frente, estaba La Catedral. Era un monumento majestuoso: alto, blanco, con una estética neoclásica que recordaba al arte del Renacimiento. Su planta era alargada, amplia. Y tenía una torre con un campanario que sobresalía de entre todo lo demás. “¿Cómo habría sido para cualquier ser humano vivir adentro?”, se cuestionó.

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Fuente: Fernando Belisario

De pronto, cerca de él, algo comenzó a hacer ruido sobre los adoquines de piedra. Juan de Jesús dio un nuevo sorbo a su botella. Por alguna razón, que se sintiera entumecido nada tenía que ver con el tiempo. El ruido se intensificó. Pudo distinguir el eco de unas pisadas, que aumentaban progresivamente junto con sus latidos. ¡Pump-pump! Las luces de los faroles titilaban. O era su imaginación. ¡Pump-pump! Los pasos más cerca. Juan de Jesús comenzó a sudar. Su respiración se agitó. Y el cuello lo sintió tan tenso que se le hizo imposible voltearse. Extrañamente paralizado, se atrevió a rezar todas las plegarias que en su vida había rezado cuando las campanadas provenientes del gran reloj anunciaron la medianoche. Entonces, casi inmediatamente, a pocos centímetros de él, un perro comenzó a emitir aullidos, a ladrar y a agitarse. Juan de Jesús se sobresaltó, aunque luego suspiró aliviado de que aquel animal fuese el origen de aquellas pisadas.

Se volteó, con la mano en su pecho. Tenía la frente empañada de sudor. No pudo evitar reírse de sí mismo. “¡Patrañas!”, pensó. “¡Fantasmas!”, rio con más fuerza. Finalmente decidió continuar con su camino, si bien no muy lejos una pequeña figura parecía estar saludándolo. A simple vista, por el tamaño, se imaginó que se trataba de un niño. Aquel vestía de blanco, calzaba alpargatas y usaba un sombrero que le cubría el rostro. Al acercarse a él, notó la deformidad en sus facciones. No era un niño; era un adulto de corto tamaño. Este hombrecito le sonrió. Aunque no era un galán ni mucho menos, a Juan de Jesús le pareció inofensivo, incluso amigable. Antes de que retomara su ruta y se marchara, el enano le pidió a Juan que le hiciera el favor de encenderle su tabaco: petición a la que no se opuso. Sacó un fósforo de uno de sus bolsillos, le regaló un poco de fuego y le devolvió la sonrisa que parecía permanente en la cara de aquel. Pero el enano se comenzó a reír de forma distinta. Su voz, antes chillona, se volvió más profunda. En sus encías nacieron unos colmillos que se prolongaron hasta casi rozar su mentón. En sus ojos se reflejaba un fuego infernal. El enano creció, creció y creció a la vista de Juan de Jesús, a quien el espíritu pareció salírsele del cuerpo al observar como aquel ser alcanzaba la altura de la majestuosa Catedral.

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Invitado por aquel demonio a su verdadero templo, Juan de Jesús corrió sin mirar atrás, rezando y sin intenciones en el futuro de pasear cerca de La Catedral luego de las doce campanadas. Porque no volvería a encender un cigarrillo, ni una vela a nadie en su cumpleaños. Feliz Semana entre Espantos.

*Algunos datos y nombres fueron modificados de la leyenda original por seguridad de los personajes ficticios (y para satisfacción del fantasma).

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