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Sin Cebolla

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El periodista Ernesto J. Navarro comparte gentilmente con nosotros «Sin Cebolla«, un cuento de su autoría.


—¿Qué pasa, qué pasa?, —preguntó casi al borde de un aullido.

El motor de la camioneta tartamudeó y las luces delanteras, que flasheaban como en la alfombra roja, dejaron que la oscuridad espesa se colara por las ventanas, por los ojos y se comiera los gritos, gritos que no encontraron voz de salida.

—Indi, —dije con voz temblorosa—, nos quedamos sin gasolina…

Las niñas nos miraban, se miraban. Traté de calmarlas con la frase que se ha vuelto el leitmotiv de la cultura nacional:

—Tranquilas, —dije— nosotros resolvemos.

Cerraba la noche.

Cuando uno se encuentra en medio de las tinieblas y en tierras de Portuguesa no puede menos que asustarse. La niebla hizo que mi mente dejara desfilar, como en cascada, las leyendas de espantos mortales que abundan en los llanos de Venezuela: el Silbón, la Sayona, la burra en candela, el carretón, la mujer vestida de novia que se sube a los vehículos en las carreteras solitarias o ¡mucho peor! los espantos contemporáneos a los que mientan piratas de carretera. En un segundo, la frase “no le entra ni una aguja en el culo” cobró todo el sentido del mundo.

Debo aclarar que siempre he sido valiente, a menos que me quede sin gasolina a más de 400 km de casa, 10 km de la gasolinera, a las 8 de la noche, con las hijas pequeñas en la camioneta, y en una ciudad donde llenar el tanque con combustible puede tardar de uno a cuatro días, dependiendo de la suerte. 

Entonces eché mano del teléfono celular que estaba apunto de quedarse sin batería, además.

—o0o—

—Aló, servicio de Emergencias 911-Portuguesa, buenas noches, —dijo una mujer que atendió mi llamado.

—Hola, me llamo Ernesto. Me acabo de quedar sin gasolina, está oscuro, muy oscuro, no se ve nada, solo los carros que pasan volando. Viajo con mi esposa y 4 niñas…

—¡Señor, señor! Cálmese, respire un poco. Dígame ¿dónde se encuentra?

—Esto parece la casa del Silbón… No sé dónde nos quedamos, ni en qué parte de la carretera. Estoy debajo de unos árboles.

—Eso no me dice nada, señor.

—A mí tampoco, mija, pero es la verdad. Está oscuro y no hay ni un malayo aviso de venta de cervezas. Eso quiere decir que no hay rastros de civilización en el perímetro.

—Empecemos de nuevo, señor. Cuénteme todo…

—Bien. Fíjese. Yo salí de mi casa a viajar con mis hijas hace una semana…

—Señor, señor. No tan lejos.

—Ok. Partimos de Mérida hoy a las 9 de la mañana…

—Señor. Hace 10 minutos, por favor. Cuénteme desde hace 10 minutos atrás…

—¡¡¡Ah!!! Hace 10 minutos, mija, no estaba tan asustado, quizá por eso desvarío.

—Trate de concentrarse, señor —indicó la chica al otro lado del teléfono.

—¡Shfuuuuuuuuuuuu…! —exhalé—. Acabo de dejar la autopista de Los Llanos, también la entrada a la ciudad de Acarigua. Mi familia y yo vamos rumbo a Barquisimeto.

No estaba mintiendo. Desconocía con exactitud el lugar dónde estábamos varados. Era algún punto entre la ciudad de Acarigua y la de Barquisimeto, pero justo debajo de un túnel de árboles que impedía el paso de al menos un haz de luz. Fingía estar controlado para que las hijas confiaran en que Indira y yo, íbamos a resolver lo que fuera. Era la primera vez que transitábamos por esa ruta.

La mujer del servicio de emergencias 911 seguía intentado obtener información útil:

—Muy bien. ¿Cree que pueda conectar el GPS  de su teléfono para tratar de ubicarlo? —preguntó

—…que GPS ni que nada, este bicho del que te llamo es un potecito, un Nokia 3310.

—Señor, señor —interrumpió nuevamente— entonces no ve carteles comerciales, ni avisos de tránsito.

—¡Yesmente! —respondí.

—¡Por el amor de Dios! Intentemos otra cosa —sugirió—. Voy a llamar a la policía para que se acerque. Creo que si hay una patrulla transitando la vía que conecta con Barquisimeto, es posible que pueden ubicarlo a usted y a su familia.

—¡Ah! Eso sería buenísimo, señorita. Las luces  de la patrulla pueden alertar mejor a los carros que pasan volando a nuestro lado, —añadí— me preocupa que no nos vean y las niñas están dentro del vehículo.

—Solo una cosa —apuntó con voz circunspecta—.

—Dígame….

—No le garantizo que la policía vaya a socorrerlo, ya que es posible que se encuentren en algún operativo.

—¿Y entonces para qué coño les va a avisar? —grité—.

—Es el protocolo, señor.

—o0o—

La respuesta ofrecida por la chica del Servicio de Emergencias 911-Portuguesa me hizo recordar una ¿charla? en la que me ví involucrado hace un par años, con un joven que vendía hamburguesas en un local de McDonald’s.

Muerto de hambre como estaba, cerca de las dos de la tarde, atravesé la primera puerta de la que salía olor a comida en el bulevar de Sabana Grande de Caracas. Miré las fotos de las hamburguesas que colgaban del techo detrás de la máquina registradora y me dejé guiar por la que parecía ser la más grande de todas.

—Hola, buenas tardes. Quiero, por favor, una de esas…

—¿Cuál de todas, señor? —quiso saber el chico.

—¡Esa! —apunté con el dedo índice—, la que se llama “Doble Mcnífica cheddar”, sin cebolla, —especifiqué.

—Dísculpe señor, pero no se puede, —respondió el chico, que debía tener unos 18 años de edad.

—Perdona, ¿no se puede qué..?

—Eso que usté pide.

—¿No tienes hamburguesas “Doble Mcnífica cheddar”?

—Ah, no, eso sí tenemos.

—Entonces —repregunté— ¿qué es lo que no tienen?

—Señor, no dije que ‘no tenemos’, dije ‘no podemos’…

—¡Que buena vaina con vos! —exclamé—. Mirá, Cervantes entonces ¿qué es lo que no puedes…?

—Servir la hamburguesa sin cebolla… —precisó el joven.

—¿Cómo es la vaina?, —interrogué frunciendo el ceño.

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—Es que nuestra hamburguesa “Doble Mcnífica cheddar” viene con cebolla, señor…

—¿Injerta? —inquirí.

—No me ofenda señor, —reclamó el muchacho.

—‘Injerta’ no es una grosería; no te estoy ofendiendo, chamo. Lo que quise decir es que… Hagámos algo, dejálo así. Chamo, mirá, quitále la cebolla a la fulana “Doble Mcnífica cheddar”, ¿cuál es la complicación?

—Ninguna Señor. Pero ¿qué es lo que usted no entiende? La hamburguesa viene con cebolla.

—Ah verga, chamo ¿me estáis jodiendo, no? Solamente no le pongáis cebolla. Lo que yo quiero es que NO-LE-PON-GÁIS-CE-BO-LLA a la mardita hamburguesa.

—No se puede. Ya se lo expliqué…

—Chamo vé, es fácil: cuando vayáis a ponerle el relleno, que va en medio de las dos tapas de pan, —usaba mis manos para representar la hamburguesa—, solamente No-le-pongáis-la-ce-bo-lla. Es una operación sencilla; no creo que alguien de la cocina vaya a morir por eso.

—Señor, —inistió el joven— la hamburguesa viene con cebolla.

—¿Pegada a la carne con pega loca? —grité.

—Cálmese señor o llamo a seguridad. Si no quiere la hamburguesa, permita pasar a otro cliente, —remató.

—Pues llamáis a quien te dé la gana, chico, —le manoteé la cara.

Y así fue como dos desconocidos me tomaron por debajo de las axilas y me sacaron de un pinche local de la gran eme roja.

—o0o—

Frustados con la chica del Servicio de Emergencias 911-Portuguesa, decidimos echar mano del celular -cuya batería casi no tenía carga- para llamar a algún amigo. Uno de esos que nunca te dejan morir.

Nos atendió mi amigo Carlos, que vive en otro estado, pidió ayuda a su cuñado que es nativo de Acarigua. El cuñado de Carlos llamó Raúl, ex novio de una de sus hermanas y le pidió que nos auxiliara con gasolina. Raúl respondió: “tranquilo, yo lo resuelvo”. Ni siquiera preguntó dónde estábamos varados: “yo resuelvo”, dijo.

Seguidamente, Raúl telefoneó a Antonio, un primo suyo (porque él estaba tomándose unos tragos y no quería dejar la caja de cervezas a merced de sus compañeros). Finalmente, el primo de Raúl  llegó a nosotros a bordo de un pequeño “starlet” color blanco. Descendió del vehículo con dos garrafas de 20 litros de gasolina cada una, acto seguido me abrazó como si me conociera de toda la vida.

—Si eres amigo de Carlos (el amigo de otro estado), entonces también eres mi hermano. Solo por eso —añadió—, salí de mi casa a traerles la gasolina.

Sin perder tiempo, Antonio nos traspasó 40 litros de combustible. Me abrazó de vuelta, nos deseó buen viaje, no sin antes advertirnos:

Arranca de una viejo, que este sitio es una guillotina.

Así lo hicimos, aunque pensándolo bien no supe por cuál de los espantos me advertía.

—o0o—

Una hora más tarde, cuando ya habíamos vuelto a la ruta sonó mi celular:

—¡Sí, buenas noches!…

—Buenas noches señor Ernesto, soy la operadora del servicio de Emergencias 911-Portuguesa ¿Aún quiere que le avise a la policía?

—No mija, no me deis ninguna hamburguesa.


Ernesto J. Navarro, es zuliano, periodista y escritor. Autor de la novela Puerto Nuevo y Premio Nacional de periodismo 2015. Correo electrónico: navarroernestoj@gmail.com

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