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Corega

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Ernesto J. Navarro nos presenta «Corega» un nuevo cuento de su autoría.


Mi amor, ¡con cuidado que me duele! —dijo ella antes de preguntar— ¿Qué vaina tengo ahí? .

El marido se pone de pie, retrocede medio paso, se toca la barbilla como los tipos sabios de las películas. Vuelve a ponerse de rodillas, se acerca a la entrepierna de su esposa. Apunta con la luz led del celular para abrirse paso en las sombras que da el bombillo chino de la lámpara. Frunce el ceño. Usa sus dedos pulgar e índice como pinza. Levanta la vista, mira a la mujer que espera ansiosa:

¿Qué verga es esta, Hortensia?

***(Unas horas antes)***

La operación salió según lo esperado. Ahora mismo podrá irse a su casa —sentenció el cirujano que operó el prolapso del que padecía Hortensia.

La mujer respiró aliviada y mientras se levantaba de la silla del consultorio, preguntó al doctor: “¿y… eso es todo?”. No, le respondió el médico mientras ponía el sello a una hojita. Deberá aplicarse una crema para disminuir la inflamación, tomar antibióticos, algo para el dolor, si lo hay, y volver a la consulta dentro de una semana, para evaluar. Y ahora sí, es todo.

Al salir del hospital, Hortensia pidió a su marido que se detuvieran en la primera farmacia que se les cruzó en el camino. Quería tener a mano los medicamentos indicados, para iniciar su tratamiento de inmediato, no más entrase a su casa.

La farmacia a la que entraron era una farmacia vieja. Una en la que, aún hoy, se conserva un mostrador de madera.

—¿Qué busca? —dijo secamente el farmaceuta calvo y con bigotes.

—¡Esto! -replicó el marido de Hortensia, estirando el brazo para alcanzarle el récipe firmado por el médico.

El farmaceuta se ajustó los lentes, leyó el récipe (como solo saben hacerlo los farmaceutas) y, dando una teatral media vuelta, se fue a buscar en los anaqueles. Dos minutos más tarde emergió de los cerros de cajitas,  con una bolsita de papel en cuyo interior hallábanse los fármacos indicados para Hortensia.

—¡Adentro está todo! —dijo el farmaceuta de los lentes— Son treinta y cinco dólares o mil trescientos bolívares.

El marido de Hortensia, pagó y salió de la farmacia.

***

Ya en su casa y como era costumbre. Hortensia debió saludar a los familiares que la esperaban, y contar  todos los detalles sobre la operación. Detalles que ruborizarían a cualquiera, pero que en su casa se ventilaban como quien da una receta para hacer una arepa. Después de acabados dos termos café, los despachó. Tenía la idea firme de iniciar, de inmediato, su tratamiento.

Después que lavó las tazas y pasó un paño húmedo a la mesa, se fue al baño. Se sentó en la poceta, abrió la bolsita de papel que contenía unos antibióticos, unas pastillas que, según la prescripción, sólo debería tomar en caso de dolor y la crema de nombre raro para untarse en la vagina.

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Ella no reparó en el empaque y siguiendo la instrucción del cirujano, puso la crema en su dedo índice y aplicó abundantemente en los labios de la vagina. Salió del baño y se echó en la cama a dormir un rato.

***

Un agudo grito alertó al marido que estaba metido de cabeza en el auto haciendo unas reparaciones. Llegó corriendo a la habitación y al traspasar la puerta, halló a Hortensia de pie, pegada a una esquina haciendo movimientos oscilatorios con las piernas, como una niña cuando está por orinarse. Estaba inundada en llanto.

—¡Tengo algo malo, tengo algo malo! —gritaba, pero el marido, agitado por la carrera no atinaba a entender—¡Mira!, No puedo orinar. Algo me está quemando la vagina.

El esposo se lanzó al piso como si llegara de slide a segunda base. Con ceño de rejolero y con la misma atención con que hace dos minutos desarmaba el carburador del carro, hurgó en la entrepierna de su mujer. No encontrando una razón científica a lo que sus ojos veían, tomó el teléfono celular que usaba de lámpara y marcó el del cirujano. 

El médico escuchó atentamente. Pidió tres veces que volviese a explicar lo que veía y, desconcertado por la descripción del marido, y sin atinar a resolver el enigma que le planteaban, pidió al esposo como último recurso, que leyera los detalles escritos en el empaque de la crema.

Dice esto, doctor: “Corega Ultra, mantiene las prótesis dentales fijas hasta por 12 horas. Forma un sello que ayuda a evitar que la comida quede atrapada entre la prótesis y las encías”.


Ernesto J. Navarro, es zuliano, periodista y escritor. Autor de tres poemarios y la novela Puerto Nuevo. Premio Nacional de Periodismo 2015.

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