Historias Chicas de Caracas: «La Ciudad Universitaria» por Don Eliseo
A pesar del palo de agua con rayos y truenos, yo andaba montado en la plataforma descubierta del camión de mi tio “Jelipe”; claro que su nombre verdadero era Felipe, pero como era gocho de perinola, siempre en mi casa lo llamamos “Jelipe”.
Él era chofer de una constructora y en vacaciones lo apoyaba como ayudante en los viajes largos y, de paso, me ganaba unos “churupitos” extras a mi escasa mesada familiar. Veníamos desde Puerto Cabello con unas cuantas toneladas de azulejos o mosaiquillos que habían llegado desde Italia para el recubrimiento de algunos edificios en construcción en la Universidad Central de Venezuela, en lo que fueron los terrenos de la vieja Hacienda Ibarra, casi en la mitad de Caracas.
Con el pelo empapado y todo “esgreñado” y con una inexplicable sonrisa llegué a Caracas esa mañana. Nada mas entró el camión de mi tio al depósito de materiales en la que sería Ciudad Universitaria, me bajé a ayudar en su descarga, quitando la lona pesadísima y color verde oscuro que protegía las cajas del azulejo. Cuando el tio me vio me regaló una sonora carcajada por mi aspecto terrible que no cuadraba con mi felicidad de llegar al destino sin mayores contratiempos. Era mi primera experiencia de trabajo.
Por todos lados en las calles internas cercanas se veía una movimiento de obreros, maquinarias, ingenieros, arquitectos. Era un autentico “bululú” donde nadie se detenía en su labor; bien sea pavimentando calles, vaciando concreto con trompos o largos camiones, sembrando arbolitos o armando un encofrado de madera. La actividad era enorme y muy acelerada, todo el mundo se veía apurado y de buen ánimo a pesar de que ya el calor iba subiendo temperaturas y haciendo sudar a ese pocotón de gente.
Por la pinta se notaba que casi todos los albañiles y maquinistas eran italianos o españoles, los carpinteros portugueses y entre los obreros de todo un poco, incluyendo una mayoría de criollos. Le avisé al tio que iba a dar una vuelta un rato mientras terminaban de descargar nuestro camión que era un Fiat OM, color rojo y me puse a caminar por esas veredas que estaban techando, lo cual no entendí a primera vista: ¡Aceras techadas! Estos tipos si son brejeteros, me dije a mí mismo mientras calculaba lo anchotas que eran en comparación de las aceritas del centro de Caracas que apenas llegaban a los 2 metros.
Todo esto era un mundo de detalles que me iban dejando maravillado por lo diverso y diferente con mi pequeña experiencia de lo que poco que había vivido y conocido hasta entonces. Por eso me puse días después a averiguar sobre el proyecto por lo que publicaban en prensa y lo que me decían otros familiares y amigos de la vecindad. Por ejemplo; los arquitectos sabían que siendo un país tropical cuando no pega una pepa de sol calcinante es porque está cayendo un diluvio. Entonces decidieron techar esas amplias aceras para que los muchachos no la pasaran mal; por nuestro clima también sembraron miles de árboles nacionales que sus raíces no rompieran el pavimento, por esa misma razón dejaron los “Patios Internos” en muchas edificaciones para refrescar el ambiente, así como orientaron esos edificios respecto al sol previendo el tibio sol matutino y el cálido del atardecer. Estaban distribuyendo auditorios y teatros, áreas deportivas y obras de arte como murales y vitrales en muchas paredes exteriores y grandes estatuas en los miles de jardines, coloreando las fachadas de los mas altos edificios con esos azulejos de mil tonos para alegrar a los estudiantes y sensibilizarlos. Todo eso fue demasiada información para un zagaletón acostumbrado a jugar pelotica de goma en una calle ciega cerca de mi casa y metras o trompo en el terreno vacio de enfrente. Estaba como encandilado por tanta maravilla que imaginaba iba a suceder, como en efecto sucedió en nuestra Universidad Central de Venezuela.
Cada oportunidad que tenía me iba a recorrer las calles y edificios de esas construcciones y siempre salía maravillado y mas curioso por conocerla mas a fondo, llenándome de anécdotas de esas experiencias que tenían tanta información nueva del futuro para Caracas, es mas, para toda Venezuela.
En una de esas caminatas me acerqué a ver una excavación que estaba a medio hacer, con los laterales que empezaban a recubrir con ancho tablones. Al estar en el borde viendo hacia el fondo, me empezaron a gritar unos obreros que por el acento creo que eran portugueses y me hacían mil señas desde lejos con los brazos como espantando mosquitos. Al retroceder el primer pie todo el terreno cedió y me deslicé acostado como en un tobogán de tierra flojita. No me detuve hasta llegar hasta la base del gran hueco, envuelto hasta la cabeza en un barro pegajoso. Mi cara, el pelo, la ropa, las manos y hasta dentro de las orejas estaba lleno de tierra. Lo siguiente fue una mezcla de regaños que no entendí con unas carcajadas burlonas y la pregunta en un español “machucado” con italiano que me hizo un señor con un casco gris. No paraba de preguntarme sí estaba bien, sí me hice daño, mientras me ayudaba a sacudirme el tierrero y me auxiliaba para salir por el otro extremo de la excavación. Luego supe que era un maestro de obra y jefe de la cuadrilla que allí trabajaba. Luego del consabido regaño, subimos hasta la calle aún en granzón y me dijo despacio que no podía volver a entrar a la obra. Luego de las risas y hasta aplausos de los asustados (igual que yo) obreros portugueses, salí lo mas dignamente posible caminando torcido por la cantidad de golpes que me había dado en la torpe caída. A lo lejos seguí escuchando el rumor de las burlas y carcajadas de esos portugueses que se preocuparon por mí y a los cuales les regalé un ratico de alegría viendo mi pantalón de caki roto en el fundillo y un cuento para compartir cuando llegaran a la pensión donde vivían.
Demás está decir que aprendí mi lección, que pasé una semana con morados por todo el cuerpo y en mis siguientes visitas fui bastante mas cuidadoso y precavido.
Terminé entendiendo algo de portugués con el bodeguero de la esquina y comprendí que aquellos obreros venidos de tan lejos para ayudar a los caraqueños a construir una nueva ciudad, solo intentaron protegerme de un accidente que, gracias a Dios, solo concluyó mostrando mis calzoncillos por mi pantalón roto.
¡Que Caracas aquella, la de mis tiempos!