Historias Chicas de Caracas: «Navidades Añejas» Por Don Eliseo
La verdad es que uno termina enredándose a cuenta de tradiciones, costumbres y los “consejos de la abuela”. Estando muchachito en aquellas lejanas fechas decembrinas no puedo olvidar el entusiasmo con que los primitos nos emocionábamos con el solo hecho de permitirnos participar en la mágica elaboración de las hallacas. Sabíamos que el papel a desempeñar sería mínimo, pero luego de años escuchando aquello de “la cocina no es lugar para los niños”, esta “responsabilidad” era enorme.
Nos tocaba por turnos el girar la manivela de aquellos enormes molinillos manuales, con un embudo grande arriba, donde nuestra querida Teo iba añadiendo los granos de maíz amarillito mientras uno poniendo todo su empeño y fuerza le daba vueltas y vueltas, mientras por abajo salía una pasta cremosa del maíz pilado. Como en pocos minutos los pichurritos ya estábamos jadeando y cambiando de mano continuamente, porque era, a nuestro parecer, durísima esa manivela. Al ratico, ya Teo, la abuela o alguna de las tías que constituían esa cofradía familiar para elaborar las hallacas, nos mandaban a cambiar por otro de los primos que esperaban su turno de incorporarse al pie del molino monstruoso de plateado hierro colado que con una prensa en su base se fijaba al mesón que había en la cocina.
En ese breve descanso nos daban un vaso con limonada, jugo de patilla o parchita mientras las madres presentes (tías de esa muchachera) estaban muy concentradas en su responsabilidad de alquimia pura, con recetas orales heredadas desde siempre para obtener lo principal de las hallacas; su componente preponderante: ¡El guiso!
Durante nuestro improvisado recreo, generalmente en el patio central de la casona colonial de la abuela, conversábamos y jugábamos los primos en medio de las matas de cayena, sábila, malojillo, helechos y otras. Sí era con mucho zaperoco nos mandaban al patio de atrás, bajo el limonero que en casi todas las casas existía porque su fruto lo curaba todo. Allí Teo nos llevaba a escondidas un puñito de pasitas robadas al guiso para cada uno. Pasado un rato podíamos volver a darle vueltas a la manivela del molino, esta vez con bastante menos entusiasmo. Mientras tanto las paredes, el techo de caña amarga y el piso de baldosas multicolores se llenaba de aromas exquisitos donde todos los secretos de la receta familiar se volcaban de golpe para ese plato navideño. Ese guiso divino que como alquimistas habían preparado todas las matronas de la familia, convirtiendo las alcaparras, el onoto, los trocitos de carne de res y de gallina, las aceitunas y todo lo demás en un manjar totalmente criollo con la incorporación de los ingredientes indígenas, del europeo mediterráneo, del negro libertado, unidos para esa magia del sabor. Era todo un rito de cada clan venezolano, con todas las familias que lo formaban, donde cada uno jugaba un importante papel.
La otra parte llena de la magia de las pascuas era la espera del Niño Jesús, después de la cena familiar navideña. Un rato mas allá del dulce de lechosa nos dejaban alborotar un ratico entre luces de bengala , el pesebre y en algunas casas el arbolito adornado con bolitas de mil colores, muñequitos de madera, guirnaldas plateadas y bombillitos rojos y verdes para rematar con una estrella (siempre torcida) en la puntica del arbolito. Al pie se ponían los regalos para el intercambio y desde hace como dos semanas reposaban silentes y misteriosas las “carticas al Niño Jesús”. Luego de un rato de música de aguinaldos en el “picót» y los regalos acostumbrados entre familiares, incluyendo las infaltables medias, sweaters, libros y algún juguete para deleite propio, nos mandaban a dormir a todos los hermanos “porque ya venía el Niño Jesús y nos podía ver despiertos porque se iba con los regalos pedidos”. Ante tal amenaza, claro que pegábamos la carrera para ponernos el pijama abrigadito (pegaba mucho frío entonces) y a intentar dormir!
Todavía creo recordar con cierta claridad esa mezcla de susto, emoción, temor, sueño e ilusión previos a la “llegada del Niño” con sus juguetes que por sortilegio aparecerían al pie de mi cama. Yo intentaba dejar un ojo abierto para verlo y a cada ruidito mi cuerpo bajo las sábanas se tensaba para escudriñar entre la oscuridad y poder verlo. Demás está decir que el cansancio me ganaba la partida y hasta la mañana siguiente cuando empezaba a clarear y lográbamos despertarnos entre el bullicio infantil de varios hermanos al grito de “¡Mira, mira lo que me trajo!!!”.
Las escenas posteriores, con un desayuno que nadie quería comerse completo, era salir a disfrutar de la patineta (con manubrio), los patines, la bicicleta o los carritos halados, empujados o a pilas, los juegos para armar y cualquier otra diversión digna de compartir en la acera, la placita o la casa del vecino.
Las risas y las alegrías de esos remotos días han debido ser fabulosos para que yo aún con este bojote de diciembres a bordo, los recuerde con tanto detalle y sentimientos. Ahora entiendo mucho de esos “valores” que recibí como los verdaderos aguinaldos del Niño Dios: La unión de la familia, el compartir con seres queridos, la disciplina con motivación, el trabajo en equipo, ilusiones e inocencia, la esperanza de que algo mejor vendrá sí me porto bien. Llevando esto al plano y razonamiento adulto; bien valió la pena.
¡Que Caracas aquella, la de mis tiempos!
Don Eliseo