Historias Chicas de Caracas: «La Marchantica de Siempre» por Don Eliseo
Lo cierto es que aunque nunca entendí esa típica orden maternal de – “Metete pa´ dentro”, mas de una vez la tuve que repetir a mis muchachos alborotados persiguiendo el carrito de los helados, o “Marchantica” como siempre le dijimos. No se imaginan la lluvia de recuerdos que se me vinieron encima aquel sábado, hace unos añitos, cuando al gritar todo lleno de carácter, uno de mis hijos me respondió sin frenar la carrera en persecución de su barquilla de chocolate, – “¿Papá, y como se mete uno pa´fuera?”. La misma respuesta audaz que me costó un coscorrón durísimo de mi mamá en tiempos de mi niñez.
Es que la Marchantica, evidente diminutivo de ese galicismo “Marchante” que significa un mercader o vendedor, pienso que por las remotas alusiones del término francés “Marchant” de la época en que Venezuela importaba mas de Francia y Europa en general, que de Norteamérica. La historia real de la Marchantica no me la se bien al detalle. Sé que la fábrica de helados EFE la fundaron en Caracas por los años 20s del siglo pasado y los dueños eran de apellido Fernández y siempre fueron los que mas nos gustaban en casa.
También tengo entendido que fueron los primeros que salieron a vender sus helados en pequeñas cavas metálicas con hielo seco, montadas en unas rueditas como carritos o en bicicletas. Sus vendedores llevaban una bata blanca y una gorrita con el símbolo de la empresa. Recuerdo que costaban un medio “los Morochos”, helados de palito que tenían dos porciones, cada uno con su palito y venían en varios sabores de frutas (por lo que salía a locha cada porción), el riquísimo “Pastelado” de mantecado recubierto de una capita de chocolate oscuro, la famosa “Tinita” de fresa, mantecado o chocolate, por solo un realito, que era un pequeño envase para tomar con una paleta de madera, la estupenda “Barquilla” que costaba un Bolívar, también en diferentes sabores.
Por baratos que hoy en día nos parezcan estos precios, eso era un realero cuando yo era niño y no era fácil que nuestros padres, tíos o abuelos nos regalaran una de estas delicias tan refrescantes.
No existía nada mas emocionante en una tarde de calor y ocio, sobre todo después de una caimanera de pelotica de goma o de futbol al final de la calle ciega de atrás de la casa, cuando empezábamos a caer como mosquitas agobiados por el cansancio y de repente… Sonaba aquella melodía casi celestial de la Marchantica rodando por el asfalto casi derretido por el solazo inclemente, por ese sol que, a decir del poeta insigne de Venezuela, Don Andrés Eloy Blanco lo clasificaba con su gran sabiduría y realidad criolla como – “Un sol que quema blancos y suda negros”. Aquel heladero que recorría nuestras calles de antaño era, a mi parecer, un señor mayor, como de casi cuarenta años (así lo veíamos los niños de entonces, ni que añadir desde mi nueva perspectiva “setentosa”). Bueno, decía que el heladero en cuestión era oriental y hablaba muy cómico. A todo lo que uno le preguntaba, siempre respondía –“zi, zi, zi”; tal cual les cuento. Tenía el cuero curtido por el sol y lleno de micro arruguitas rodeadas de arrugas mayores que eran como surcos grandes que no disminuían su constante sonrisa y buen humor. Su voz aguda parecía otra versión no grabada de la tonada de la Marchantica y, de paso, le hacía armonía. Él nunca detenía su carrito hasta que no lo rodeábamos y cada pichurro sudado gritaba más fuerte que el compañero de al lado sus preferencias. Con la mano izquierda sobre la tapa de la cava se nos quedaba viendo de uno en uno, mientras con pícara sonrisa recorría el grupo bullanguero, hasta que se detenía en uno y decía: Zi, zi zi. ¿Cuál vas a “queré” tú? Y así empezaba a despachar sus maravillosos helados para calmar el calor y la sed; uno por uno iban saliendo de aquel circulo de sedientos y corríamos hasta debajo de la sombra de un gran bucare o del enorme árbol de caucho con las raíces horizontales a flor de tierra y allí, echados de espaldas sobre la tierra o alguna gramita consumíamos despacito la delicia fría de la Tinita, un Morocho o Pastelado. Nadie se quedaba sin saborear su helado, sí alguno no tenía nada de “churupos” para pagar al heladero, siempre alguien le prestaba o compartía bajo la promesa de – “mañana pago yo, ok?”.
Pasados algunos años comencé a ver también unas camionetas pick up con grandes neveras a batería que rodaban por las diferentes urbanizaciones como Casalta I, Los Rosales, La Florida, Bello Monte, Las Acacias, Los Palos Grandes, Propatria o El Valle y seguían siendo llamadas Marchanticas, aunque ya los heladeros no eran de Güiria, o de Zaraza, de Mariara o de San Cristobal; ahora empezaron a ser isleños, italianos y alguno portugués. Siempre me llamó la atención aquel detalle de su origen. Ahora ni se diga, casi ningún heladero sabe hablar español, solo un “patuá franchute” horroroso de las islas caribeñas y para colmo parece que a casi todos los niños lo fastidian y se los sacuden de mala manera. Ya viejo sigo comiendo helados y si son de una Marchantica, mejor. Eso sí, el heladero debe ser cortés con mis muchachos y los demás niños. En caso contrario armo una “sampablera”.
Sigo buscando el gran bucare o la enorme mata de caucho con sus raíces a flor de tierra para sentarme allí a comerme poquito a poco mi tinita de mantecado, aunque después los muchachos tengan que ayudarme a levantar.
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¡Que Caracas aquella, la de mis tiempos!
Don Eliseo