Historias Chicas de Caracas: «Pa’ la Playita en los 60’s» Por Don Eliseo
Uno se enreda por aventura, por amor y por locura. Creo que el caso que les contaré es una mezcla de todos ellos. Claro que esto será como un recuerdo que guardaremos en secreto.
Vamos a comenzar por unos días antes, cuando creamos una historia creíble entre mi novia, varios amigos y yo. El plan era un paseo a una lejana playa virgen a la que solo había acceso por una tortuosa vereda semi escondida. El carro teníamos que dejarlo en el pueblo y cargar en morrales todo lo necesario con la ayuda de los que estaríamos en el viaje. Carpas, ollas, alimentos, bebidas, utensilios y una vieja lámpara Coleman. Durante varios días de la Semana Santa permaneceríamos allí.
El ánimo era increíble, así que logramos salir de Caracas vía oriente en los diferentes carros y el perolero hasta el techo. Eran como las 8 de la noche cuando partimos escuchando nuestra música favorita en aquellos enormes reproductores de cartucho y nuestras destempladas voces intentando seguir una letra que pocas veces entendíamos y el acompañamiento de las risas en un coro de gran alegría.
Vinimos llegando al lugar del campamento mas allá de la Laguna de Tacarigua como a las 1 de la madrugada. Ya nadie cantaba, el cansancio tenía que esperar todavía a que levantáramos las carpas y lo demás necesario para esos días que suponíamos de descanso. Las cavas aquí, la fogata mas allá, 3 chinchorros en aquellos árboles cercanos y las carpas al medio del desbarajuste ordenado.
Siendo ya de madrugada resolvimos solo comer unos “sanduchitos”, colamos una jarrita de café negro y como 2 litros de jugo de naranja para refrescarnos el seco gañote luego de los desafinados coros en el camino.
Unas pocas sonrisas por malos chistes y a dormir cada cual con su cada “cuala”.
En la mañana, cuando desperté ya las chicas habían preparado cafecito y estaban casi listas unas ricas arepitas rellenas de queso y jamón para el desayuno. En ese ratico fue que cada quien empezó a descubrir lo que se había olvidado de traer y lo mejor era no pararle mucho a eso. Total, no teníamos mucha plata para reponerlo en el pueblo.
Luego de tener la barriga llena y el corazón contento, iniciamos una mejor limpieza del terreno que íbamos a utilizar en esos días y recorrimos los alrededores en paseos conjuntos para poder estar mas seguros; aunque es justo destacar que en esa época esos lugares eran bastante seguros y los vecinos de los alrededores muy serviciales y simpáticos con ese poco de muchachos locos que visitábamos las bellas playas del lugar.
Había ensenadas pequeñitas, arenas morenas y otras de arena blanca, de oleaje regular y otras de las que aquí llaman “caletas”, que al separarse de la arena costera el mar es muy calmo y suave, va profundizándose y luego de ese hoyo, levanta de repente el fondo y puedes estar de pie sobre esa defensa natural frente a un mar abierto de fuerte oleaje. ¡Una belleza!
Hay una anécdota de ese lugar que vale la pena compartir.
Estaba yo al tercer día echado sobre una estera antes del almuerzo tardío, en la sombrita de unos maravillosos cocotales, cerca de la orilla del mar viendo a los amigos jugando como niños en el mar soleado, cuando de repente observo varias aletas caudales muy grandes dando círculos y acercándose a mis compañeros. ¡Creí que el corazón me iba a estallar del susto! Corrí rápido agitando los brazos frenéticamente y gritando tan fuerte como podía. Ellos se voltearon hacia mí y me saludaron alegremente sin darse cuenta del peligro inminente que corrían. Era como una manada de tiburones acechando a sus desprevenidas presas.
En pocos segundos que parecieron una eternidad, esas sombras oscuras enormes empezaron a emerger. Mis gritos no cesaban y ellos no me entendían lo que les intentaba advertir. Corriendo llegué hasta donde ya batían las olas y mis amigos no volteaban a ver la gravedad que yo vociferaba.
Justo en ese momento, ya teniendo el agua a la cintura, empezaron a saltar del agua no menos de 8 alegres delfines que chapoteaban entrando y saliendo del mar, una y otra vez. Me quedé allí parado sudando el pánico y con los latidos aún acelerados e imaginando la expresión de estúpido ante mis amigos que finalmente giraron para ver lo que yo les señalaba. Los delfines dieron unas vueltas mas y luego, con la misma felicidad que habían llegado se marcharon, dejándome como un tonto alarmista sin saber que hacer.
Caminé de nuevo hacia la arena y me senté sobre la espuma de la última ola por varios segundos. Al llegar el grupo de amigos y entendiendo ellos lo que me había pasado me llevaron torpemente entre todos, sujetándome por brazos y piernas hasta el mar y me arrojaron de sopetón en una enorme ola para que me revolcara entre carcajadas, abrazos y algunos besos que me regaló mi novia de la época.
En una extraña mezcla de comprender mi susto y como mecanismo de defensa, bromear sobre lo sucedido y mi reacción, se destaparon unas cervezas, salió un cuatro desafinado con muchas canciones conocidas y la olla del sancocho se transformó por un rato en un perfecto instrumento de percusión para acompañar ese fabuloso grupo de amigos entrañables.
De estos recuerdos, de repente borrosos y a veces muy nítidos, me queda la agradable sensación de la solidaridad verdadera, la amistad sin bombos y platillos, la relación clara y sencilla entre seres que veníamos de lugares diferentes, culturas y caracteres diversos, muchos de nuestros gustos no siempre coincidían, pero por toda una vida logramos mantener una comunicación sincera y llena de autenticidad. Me queda sobre todo el agradable sabor de haber participado en la aventura de ser amigos hasta la vejez. Los que quedamos seguimos el camino de reencontrarnos aquí, allá y en el mas allá. Los planes de los caraqueños, al igual que sus sueños nunca terminan. Cada uno en su estilo, cada uno en su esperanza e inquietud. “Brejeterías” diría mi abuela para señalar las cosas que se hacen sin ningún sentido aparente; solo por hacerlas. Todas ellas suman experiencias que enriquecen la memoria, los valores y el espíritu de toda la gente en mi ciudad.
¡Que Caracas aquella, la de mis tiempos!
Don Eliseo